:lvg: | 28/03/2010
A diario comprobamos como las relaciones entre los seres humanos son cada vez más complejas. Con mayor dificultad para el entendimiento y con desalentadores resultados finales, por nimio que sea el motivo. Dentro de este pesimista panorama comunicativo, donde se escucha muy poco y se afirma categóricamente mucho, hay una especie de agujero negro que parece tragar cada vez a una mayor cantidad de individuos. Es la falta -o escasez, tan grave puede ser la una como la otra- de educación. Entendiendo que en la misma se incluye el civismo, o el respeto a las normas -escritas o no- y, a mayores, la cortesía; un valioso entramado de gestos, palabras y actitudes hacia los demás, tan en desuso que a muchos ya ni les suena. Como efecto o causa de lo anterior vemos que estando en la era de la comunicación, con su diversidad de artilugios y mecanismos sofisticados para tal fin, paradójicamente el ser humano se recluye en si mismo más que nunca. Una soledad globalizada, eso sí. Como si el contacto intermediado por máquinas nos desprogramara para la relación directa. Millones de individuos e individuas que en la relación virtual, o no presencial, son extrovertidos y en la relación personal se inhiben totalmente.
Pero vamos a lo que íbamos. Perdidas en gran medida las oportunidades para las relaciones directas, cuando tienen lugar, en muchas ocasiones se obvian reglas elementales como el saludo, el trato respetuoso o el respeto a nuestros semejantes. Ejemplos los encontrarán a diario, pero podemos poner algunos que ustedes reconocerán como habituales. La falta de saludo cuando alguien entra en un ascensor ocupado o en el portal de un edificio que ambos sujetos comparten. No permitir aparcar a un coche que nos ha señalizado su intención debidamente. La falta de un pequeño gesto de agradecimiento cuando un conductor cede su prioridad para que otro pueda incorporarse o realice alguna maniobra. Las personas que en una sala de espera o en un autobús berrean por teléfono sus intimidades. Aquellas que armadas de cascos a todo volumen molestan a los que viajan o permanecen en su alrededor ¡Qué decir del abuso del claxon! Y de aquellos que viendo a alguien esperando para aparcar le ocupan el espacio con tanta rapidez como falta de vergüenza. También los camareros que han sustituido el buenos días por el ¡eh! O los funcionarios que no miran a sus interlocutores ni les escuchan. Y podríamos seguir llenando varios artículos.
A pesar de los adelantos técnicos, los humanos seguiremos interrelacionándonos. Menos, pero lo haremos. Por ello no conviene perder de vista aquellos principios que, entre otros, aportaron una cierta armonía a la sociedad hasta nuestros días. Verlos como elementos decimonónicos, pasados de moda e inservibles es una gran equivocación. Sobre todo en un mundo donde la velocidad de los acontecimientos nos vuelve cada vez menos reflexivos y más impulsivos. Sin unas reglas de comportamiento que supongan un elemento de autocontrol para los individuos de una sociedad, se crearán cada vez más situaciones de conflicto dado el mayor número de personas y la mayor complejidad de sus relaciones. Choques que serán también más graves. Estamos ante una labor que se debe iniciar desde los primeros años, pero de la que muchos padres y madres han desistido. O han intentado traspasar al mundo educativo eludiendo sus responsabilidades. Y así nos lucirán las canas en el futuro.
Pero vamos a lo que íbamos. Perdidas en gran medida las oportunidades para las relaciones directas, cuando tienen lugar, en muchas ocasiones se obvian reglas elementales como el saludo, el trato respetuoso o el respeto a nuestros semejantes. Ejemplos los encontrarán a diario, pero podemos poner algunos que ustedes reconocerán como habituales. La falta de saludo cuando alguien entra en un ascensor ocupado o en el portal de un edificio que ambos sujetos comparten. No permitir aparcar a un coche que nos ha señalizado su intención debidamente. La falta de un pequeño gesto de agradecimiento cuando un conductor cede su prioridad para que otro pueda incorporarse o realice alguna maniobra. Las personas que en una sala de espera o en un autobús berrean por teléfono sus intimidades. Aquellas que armadas de cascos a todo volumen molestan a los que viajan o permanecen en su alrededor ¡Qué decir del abuso del claxon! Y de aquellos que viendo a alguien esperando para aparcar le ocupan el espacio con tanta rapidez como falta de vergüenza. También los camareros que han sustituido el buenos días por el ¡eh! O los funcionarios que no miran a sus interlocutores ni les escuchan. Y podríamos seguir llenando varios artículos.
A pesar de los adelantos técnicos, los humanos seguiremos interrelacionándonos. Menos, pero lo haremos. Por ello no conviene perder de vista aquellos principios que, entre otros, aportaron una cierta armonía a la sociedad hasta nuestros días. Verlos como elementos decimonónicos, pasados de moda e inservibles es una gran equivocación. Sobre todo en un mundo donde la velocidad de los acontecimientos nos vuelve cada vez menos reflexivos y más impulsivos. Sin unas reglas de comportamiento que supongan un elemento de autocontrol para los individuos de una sociedad, se crearán cada vez más situaciones de conflicto dado el mayor número de personas y la mayor complejidad de sus relaciones. Choques que serán también más graves. Estamos ante una labor que se debe iniciar desde los primeros años, pero de la que muchos padres y madres han desistido. O han intentado traspasar al mundo educativo eludiendo sus responsabilidades. Y así nos lucirán las canas en el futuro.
También podemos incluir en esto la mala educación que practican algunos en los plenos, o los tiros indirectamente van por ahí.
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