:lvg: | 20/10/2010
Galicia tiene 1.300 kilómetros de costa, hay 700 playas entre Ribadeo y A Guarda, pasando por la provincia de A Coruña. Ninguna región marítima española ofrece en su perfil costero el aspecto de rueda dentada que presenta Galicia. A partir de Ribadeo, una serie de entrantes y salientes conjugan lo áspero de las montañas con los sucesivos estuarios que todos conocemos bajo la denominación de rías.
Los senos de estas rías suelen estar cubiertos de amplias y fecundas playas: sus aguas atesoran una riqueza platónica cuyo valor parece ser uno de los más altos de la costa occidental europea. Así son estas rías las productoras de gran parte del marisco que consumimos en España. Si suprimimos las gambas onubenses y gaditanas, y algunas otras cosas más, nada queda en lo que a mariscos respecta más que los frutos de las ubérrimas aguas litorales gallegas.
Esta riqueza marisquera es muy antigua. Quienes investigan en la Prehistoria hallan en los concheiros primitivos acumulaciones residuales de los primeros habitantes de Galicia, gigantescas valvas de ostras, mejillones o almejas cuyas carnes fueron alimento de aquellos remotos y desconocidos pobladores. Podemos hundirnos en cualquier sima histórica en busca de las raíces de nuestras mariscadoras. Los muelles gallegos han sido en parte rellenados con la succión mecánica de una enorme masa de conchas de ostras, extraídas de nuestras propias bahías, y que testimonian cuan fabulosa fue la abundancia en esta agua de tan exquisito y alimenticio marisco. Este es el caso de las excavaciones realizadas en Neixón. Los museos de algunas instituciones relacionadas con estos asuntos poseen ejemplares sorprendentes de valvas de moluscos halladas en las playas gallegas de la ría de Arousa.
Por si esto fuese poco, abundan los testimonios históricos. En el año 1869, Mariano de la Paz y Graells, por encargo del nuestro almirantazgo, llevó a cabo un minucioso estudio de los ya entonces extinguidos ostreros gallegos en las Rías Baixas.
Solo se fijaba la atención en la ostra, porque entonces la almeja, la vieira, el berberecho, el mejillón o el percebe, constituían la alimentación subsidiaria de las gentes más pobres de la costa gallega. Hace cincuenta años nadie osaría, en una mesa de cierto respeto, ofrecer, como entremeses unos berberechos o unos mejillones.
A base de datos hemos ido anotando en el mapa de Galicia los osteros extinguidos señalados. Este recuento nos da ocho en Muros-Noia, unos diez en Arousa norte y sobre quince en la ría de Arousa. Hoy en día han desaparecido casi todos. Un gallego insigne, Eduardo Chao, a mediados del siglo pasado, entusiasmado por el resultado que en la restauración de ostreros había obtenido Francia quiso vivificar los de su país natal. Ya porque en la Restauración se cometieron errores o porque con la desaparición de Chao cayó una descomunal desidia, lo cierto es que la cuestión continuó así hasta la actualidad. Mientras se reanudó la actividad ostrícola sobre bases rigurosamente científicas y abrió las que, desde hace más de un siglo, es una de las más abundantes fuentes de riqueza de la economía marítima de aquel país. Nosotros, con mejores aguas y mejores espacios, no hemos dado un solo paso progresivo. Antes bien, muchos regresivos. Solo los precios, elevados por la escasez, nos han compensado, un poco, el tremendo perjuicio. ¡Triste compensación!
Dejando a un lado la ostra, la apertura de fáciles comunicaciones hacia el interior movilizó mucha de la demás riqueza marisquera. Pero en lugar de dedicarnos a su explotación racional nos hemos lanzado no a la ordenación apropiada para la reproducción de un ser vivo, sino al exterminio caprichoso.
Muchas especies subsisten, otras van desapareciendo. Nuestra costa es tan pródiga, son tan ricos sus arenales y aguas que hasta ahora han ido venciendo a los múltiples enemigos. Entre ellos, la plaga de los furtivos, la violación de las vedas, la extracción de piezas inmaduras y, sobre todo, la ignorancia, madre, como es sabido, de la miseria.
Los senos de estas rías suelen estar cubiertos de amplias y fecundas playas: sus aguas atesoran una riqueza platónica cuyo valor parece ser uno de los más altos de la costa occidental europea. Así son estas rías las productoras de gran parte del marisco que consumimos en España. Si suprimimos las gambas onubenses y gaditanas, y algunas otras cosas más, nada queda en lo que a mariscos respecta más que los frutos de las ubérrimas aguas litorales gallegas.
Esta riqueza marisquera es muy antigua. Quienes investigan en la Prehistoria hallan en los concheiros primitivos acumulaciones residuales de los primeros habitantes de Galicia, gigantescas valvas de ostras, mejillones o almejas cuyas carnes fueron alimento de aquellos remotos y desconocidos pobladores. Podemos hundirnos en cualquier sima histórica en busca de las raíces de nuestras mariscadoras. Los muelles gallegos han sido en parte rellenados con la succión mecánica de una enorme masa de conchas de ostras, extraídas de nuestras propias bahías, y que testimonian cuan fabulosa fue la abundancia en esta agua de tan exquisito y alimenticio marisco. Este es el caso de las excavaciones realizadas en Neixón. Los museos de algunas instituciones relacionadas con estos asuntos poseen ejemplares sorprendentes de valvas de moluscos halladas en las playas gallegas de la ría de Arousa.
Por si esto fuese poco, abundan los testimonios históricos. En el año 1869, Mariano de la Paz y Graells, por encargo del nuestro almirantazgo, llevó a cabo un minucioso estudio de los ya entonces extinguidos ostreros gallegos en las Rías Baixas.
Solo se fijaba la atención en la ostra, porque entonces la almeja, la vieira, el berberecho, el mejillón o el percebe, constituían la alimentación subsidiaria de las gentes más pobres de la costa gallega. Hace cincuenta años nadie osaría, en una mesa de cierto respeto, ofrecer, como entremeses unos berberechos o unos mejillones.
A base de datos hemos ido anotando en el mapa de Galicia los osteros extinguidos señalados. Este recuento nos da ocho en Muros-Noia, unos diez en Arousa norte y sobre quince en la ría de Arousa. Hoy en día han desaparecido casi todos. Un gallego insigne, Eduardo Chao, a mediados del siglo pasado, entusiasmado por el resultado que en la restauración de ostreros había obtenido Francia quiso vivificar los de su país natal. Ya porque en la Restauración se cometieron errores o porque con la desaparición de Chao cayó una descomunal desidia, lo cierto es que la cuestión continuó así hasta la actualidad. Mientras se reanudó la actividad ostrícola sobre bases rigurosamente científicas y abrió las que, desde hace más de un siglo, es una de las más abundantes fuentes de riqueza de la economía marítima de aquel país. Nosotros, con mejores aguas y mejores espacios, no hemos dado un solo paso progresivo. Antes bien, muchos regresivos. Solo los precios, elevados por la escasez, nos han compensado, un poco, el tremendo perjuicio. ¡Triste compensación!
Dejando a un lado la ostra, la apertura de fáciles comunicaciones hacia el interior movilizó mucha de la demás riqueza marisquera. Pero en lugar de dedicarnos a su explotación racional nos hemos lanzado no a la ordenación apropiada para la reproducción de un ser vivo, sino al exterminio caprichoso.
Muchas especies subsisten, otras van desapareciendo. Nuestra costa es tan pródiga, son tan ricos sus arenales y aguas que hasta ahora han ido venciendo a los múltiples enemigos. Entre ellos, la plaga de los furtivos, la violación de las vedas, la extracción de piezas inmaduras y, sobre todo, la ignorancia, madre, como es sabido, de la miseria.
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