:lvg: | 22/10/2010
José Manuel Pérez reescribe la historia de un naufragio en donde amistad, supervivencia y sangre fría fueron las claves para que hoy lo pueda contar.
Dice que todavía siente frío. Sobre todo en los pies. Lo cuenta a pocos metros de su bar, que está junto al mar, mientras camina sobre la hierba y al sol, en una tarde de calor en la que él necesita bufanda. Se detiene al llegar al muelle y pregunta: «¿A que é bonito isto?». Lo dice señalando a los amarres de los que partió hace hoy ocho días con sus amigos, Juan y Benigno Torres. Eran tres y regresó solo uno. Una lotería a la que nadie querría jugar. José Manuel Pérez sobrevivió y ahora lo cuenta «para que a xente saiba o que pasou».
Salieron, igual que muchos sábados, a bucear. Lo hacían en la planeadora de Juan, que siempre conducía él. «Nós somos formais. Sempre saiamos e regresabamos á mesma hora, por iso é normal que a xente comezase a preocuparse». Con el sol aún en lo alto, regresaban a casa, en Porto do Son. Fue entonces cuando sucedió: «Viñamos bromeando sobre o que cada un capturara e foi entón cando notamos que algo rompera». A la lancha le entró el siroco y comenzó a centrifugar mientras escupía a sus tres ocupantes y segaba la vida de dos de ellos. Con la planeadora desaparecida, José le plantó cara a la vida. Hizo acopio de lucidez y sangre fría. Reunió los cuerpos dañados de sus compañeros y los anudó con las tiras de los trajes de neopreno que llevaban: «Nese momento apenas podía ver nada. Perdín unha lentilla e a outra non sei nin como a tiña. Notei pola luz do faro de Corrubedo que a marea nos levaba ata a praia. Foi cando me tranquilicei un pouco».
Flotaron cerca de ocho horas en el mar mientras José buscaba que la razón prevaleciese sobre la desesperación. «Eu falaba con eles. Dicíalles que estivesen tranquilos, que chegariamos xuntos a terra. Que os levaría coas súas familias», añade el superviviente, que reconoce que los cursos de submarinismo a los que asistió le enseñaron todo lo necesario para contar hoy este relato: «Quedábanme dúas horas. Xa comezaba a perder líquidos e mexaba aos poucos para que o corpo os retivese. Logo, por temas que me ensinaron, procuraba que a auga non me tocase da cintura para arriba e subinme enriba deles e dáballe aos pés para avanzar».
La pérdida de las lentillas hizo que confundiera la distancia que lo separaba del suelo más próximo: «As luces dos coches que estaban na praia das Furnas parecían que estaban ao meu lado. Incluso cando vin o Playa de Seiras dixen, sabe Deus onde está, pero ao final tíñao ao lado. Aínda así comecei a berrar e pararon o motor. Foi cando me oíron: '¡Dálle, dálle!', dixen, entón saíu Manolo co foco e viume».
El último brote de casta
«Ou suben todos ou non sube ninguén», fueron sus palabras al encontrarse con el barco que le presentó por segunda vez al destino. Los cuerpos de Beni y Juan, unidos por las tiras de sus trajes, resultaban demasiado pesados. Mientras llegaban las embarcaciones que los buscaban, otra lancha aguantó los cuerpos, lo que permitió a la tripulación del Playa de Seiras subir al superviviente en la embarcación. «Eles quedaron abaixo. Non era fácil subilos xa que estaban atados coas tiras do traxe e o peso era moito. Ao final chegou o barco do pai de Juan, O Volver, e subíronnos para ir a terra».
Mientras, José en el barco solo repetía que quería regresar a tierra para ver a Luz, su mujer: «Eles non sabían a situación na que estaba e non podían arriscarse. Foi entón cando chegou o helicóptero. Quitáronme o traxe sen rompelo. Secáronme e vestíronme mentres eu choraba. Xa no helicóptero eu só tremía de frío e cando podía preguntaba: '¿onde me levades?' Eles dicíanme que a Vigo e eu non o cría».
Del trayecto en helicóptero apenas recuerda nada: «Ao chegar tratáronme moi ben. Repetíanme que fose moi valente, que xa estaba salvado». Pasaron menos de 20 horas hasta que regresó a Barbanza. «Parei a comprar tabaco e fun directo ao tanatorio. Tiña que facelo. Tiña que ver as familias de Juan e Beni. Estar con eles». Una decisión que su cuerpo le exigió esa noche una mayor dosis de medicación para dormir.
El lunes era el funeral. Con el mismo arrojo, pero en tierra firme, salió a la calle por la mañana. Visitó el centro médico de Porto do Son y el hospital de la comarca. Acompañado de su mujer, fue al peluquero antes de asistir al sepelio. «Os nervios facían que o pelo caese só», asegura con la risa rota. «Tiña que estar con eles e sempre acompañado da miña muller. Sen ela todo isto sería imposible de levar», insiste. Llegó de primero a Queiruga, la playa en donde se ofició el funeral conjunto de Juan y Beni. Fue el centro de las miradas y el motivo de muchas lágrimas. Ahora han pasado dos días. Es miércoles. Camina por el pueblo, «o menos posible, pero sen esconderme».
La gente lo abraza. Su paso es un tsunami de emociones contenidas. Su mujer ya abrió el bar. Sobre su vuelta a la vida normal, José dice que «é tan necesario como que eu volva ao mar para coller polbo. A situación é complicada e non me queda outra. O que sinta ese día, agora non o sei. Pero teño que facelo. Así é a nosa vida».
Dice que todavía siente frío. Sobre todo en los pies. Lo cuenta a pocos metros de su bar, que está junto al mar, mientras camina sobre la hierba y al sol, en una tarde de calor en la que él necesita bufanda. Se detiene al llegar al muelle y pregunta: «¿A que é bonito isto?». Lo dice señalando a los amarres de los que partió hace hoy ocho días con sus amigos, Juan y Benigno Torres. Eran tres y regresó solo uno. Una lotería a la que nadie querría jugar. José Manuel Pérez sobrevivió y ahora lo cuenta «para que a xente saiba o que pasou».
Salieron, igual que muchos sábados, a bucear. Lo hacían en la planeadora de Juan, que siempre conducía él. «Nós somos formais. Sempre saiamos e regresabamos á mesma hora, por iso é normal que a xente comezase a preocuparse». Con el sol aún en lo alto, regresaban a casa, en Porto do Son. Fue entonces cuando sucedió: «Viñamos bromeando sobre o que cada un capturara e foi entón cando notamos que algo rompera». A la lancha le entró el siroco y comenzó a centrifugar mientras escupía a sus tres ocupantes y segaba la vida de dos de ellos. Con la planeadora desaparecida, José le plantó cara a la vida. Hizo acopio de lucidez y sangre fría. Reunió los cuerpos dañados de sus compañeros y los anudó con las tiras de los trajes de neopreno que llevaban: «Nese momento apenas podía ver nada. Perdín unha lentilla e a outra non sei nin como a tiña. Notei pola luz do faro de Corrubedo que a marea nos levaba ata a praia. Foi cando me tranquilicei un pouco».
Flotaron cerca de ocho horas en el mar mientras José buscaba que la razón prevaleciese sobre la desesperación. «Eu falaba con eles. Dicíalles que estivesen tranquilos, que chegariamos xuntos a terra. Que os levaría coas súas familias», añade el superviviente, que reconoce que los cursos de submarinismo a los que asistió le enseñaron todo lo necesario para contar hoy este relato: «Quedábanme dúas horas. Xa comezaba a perder líquidos e mexaba aos poucos para que o corpo os retivese. Logo, por temas que me ensinaron, procuraba que a auga non me tocase da cintura para arriba e subinme enriba deles e dáballe aos pés para avanzar».
La pérdida de las lentillas hizo que confundiera la distancia que lo separaba del suelo más próximo: «As luces dos coches que estaban na praia das Furnas parecían que estaban ao meu lado. Incluso cando vin o Playa de Seiras dixen, sabe Deus onde está, pero ao final tíñao ao lado. Aínda así comecei a berrar e pararon o motor. Foi cando me oíron: '¡Dálle, dálle!', dixen, entón saíu Manolo co foco e viume».
El último brote de casta
«Ou suben todos ou non sube ninguén», fueron sus palabras al encontrarse con el barco que le presentó por segunda vez al destino. Los cuerpos de Beni y Juan, unidos por las tiras de sus trajes, resultaban demasiado pesados. Mientras llegaban las embarcaciones que los buscaban, otra lancha aguantó los cuerpos, lo que permitió a la tripulación del Playa de Seiras subir al superviviente en la embarcación. «Eles quedaron abaixo. Non era fácil subilos xa que estaban atados coas tiras do traxe e o peso era moito. Ao final chegou o barco do pai de Juan, O Volver, e subíronnos para ir a terra».
Mientras, José en el barco solo repetía que quería regresar a tierra para ver a Luz, su mujer: «Eles non sabían a situación na que estaba e non podían arriscarse. Foi entón cando chegou o helicóptero. Quitáronme o traxe sen rompelo. Secáronme e vestíronme mentres eu choraba. Xa no helicóptero eu só tremía de frío e cando podía preguntaba: '¿onde me levades?' Eles dicíanme que a Vigo e eu non o cría».
Del trayecto en helicóptero apenas recuerda nada: «Ao chegar tratáronme moi ben. Repetíanme que fose moi valente, que xa estaba salvado». Pasaron menos de 20 horas hasta que regresó a Barbanza. «Parei a comprar tabaco e fun directo ao tanatorio. Tiña que facelo. Tiña que ver as familias de Juan e Beni. Estar con eles». Una decisión que su cuerpo le exigió esa noche una mayor dosis de medicación para dormir.
El lunes era el funeral. Con el mismo arrojo, pero en tierra firme, salió a la calle por la mañana. Visitó el centro médico de Porto do Son y el hospital de la comarca. Acompañado de su mujer, fue al peluquero antes de asistir al sepelio. «Os nervios facían que o pelo caese só», asegura con la risa rota. «Tiña que estar con eles e sempre acompañado da miña muller. Sen ela todo isto sería imposible de levar», insiste. Llegó de primero a Queiruga, la playa en donde se ofició el funeral conjunto de Juan y Beni. Fue el centro de las miradas y el motivo de muchas lágrimas. Ahora han pasado dos días. Es miércoles. Camina por el pueblo, «o menos posible, pero sen esconderme».
La gente lo abraza. Su paso es un tsunami de emociones contenidas. Su mujer ya abrió el bar. Sobre su vuelta a la vida normal, José dice que «é tan necesario como que eu volva ao mar para coller polbo. A situación é complicada e non me queda outra. O que sinta ese día, agora non o sei. Pero teño que facelo. Así é a nosa vida».
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