:lvg: | 23/1/2011
Hace muchos días y muchas ediciones que publiqué en esta sección un artículo que lucía esta misma fotografía bajo el título: Dulce pájaro de senectud, inspirado claro, en la obra teatral del maravilloso Tennessee Williams que posteriormente llevó al cine Richard Brooks con Paul Newman y Geraldine Page en 1962. Publiqué aquel artículo porque el conocimiento de los protagonistas, Jesús y Marta, fue un redescubrimiento de la vieja obra de Williams cuyo argumento giraba en torno a un actor que, después de recorrer los escenarios de medio mundo, regresa al pueblo de su infancia con su compañera y se aloja en un hotel desde cuyo paisaje repasa su vida, sus relaciones y su historia enfrentada a un final inevitable.
Cuando Jesús volvió a su pueblo infantil se encontró con que los niños que dejó como amigos, o se habían convertido en viejos con pocas ganas de juerga o en cadáveres de Santa María a Nova. Era un gran tertuliano, conversador voraz, muy viajado, muy leído y cultísimo así que aproximó su alma a la juvenalia que venía empujando fuerte con sus tratados de geografía, de historia y de todas las ciencias que los seres humanos han sembrado cuantas veces en barbecho.
Se pasaba horas conversando con nosotros, contándonos sus experiencias adquiridas en el lugar adecuado, sabidas por tanto de hecho, no de oídas, y nos mostró sus libros y también los de otros, tanto los que lo retrataban bien como los que de él decían pestes. Después de recorrer Europa, Roma era su ciudad que compartió con Rafael Alberti, hizo las Américas de Nueva York pero también de Lima y Bogotá, ejerciendo la medicina.
Era un gran médico. Era médico de los que yo llamo de pulso. Te tomaba las manos, comprimía un poquito tus muñecas y te miraba a los ojos con aquel rasgo azul que te turbaba. Al punto te decía si las cosas iban bien, mal o regular y te recomendaba medicina natural. Poca química, poco laboratorio? «esa gente que experimenta con el mundo pobre para cuidar al mundo rico». Medicina natural, a ser posible.
A ser posible, naturalmente, buen vino, nada de tabaco, mucho mar, mucho empujón de las olas en Portosín, mejor desnudo como los dioses marinos, y mucha conversación. Mucho intercambio de información que es, decía, lo más preciado que puede tener el ser humano para saber lo que dice, cuando lo dice y como lo dice. Y cada día un libro, unos versos, un cuadro, una danza, una escultura. Y un beso de vez en cuando para dejar prendida su amistad en tu mejilla.
Tenía un pisito en Madrid abarrotado de libros y de arte e iba cada día al Café Gijón a charlar con los pocos que resistían el tirón de los ángeles. Tenía también casa en Mutxamiel y en La Adrada y en todos aquellos recintos salían por las ventanas las pinturas, las literaturas, los versos y los tratados de gerontología. Cuidó de sus amigos pasándoles consulta cada otoño hasta que se le fueron yendo. Grandes actores, artistas y empresarios que poco a poco le señalaron el rumbo último.
Falleció hace unos días en Madrid y donó su cuerpo de 90 años a la ciencia para que estudie un cuerpo sano del que tal vez se extraigan conclusiones más certeras para mantener a raya a las enfermedades. Xena y yo hemos perdido un amigo muy importante. Supo extraer lo mejor de nuestras almas que comenzaban a quedarse dormidas. Permítanme que meta mi dolor en sus vidas pero lo hago para conocimiento general de aquellos a los que tanto quería.
Cuando Jesús volvió a su pueblo infantil se encontró con que los niños que dejó como amigos, o se habían convertido en viejos con pocas ganas de juerga o en cadáveres de Santa María a Nova. Era un gran tertuliano, conversador voraz, muy viajado, muy leído y cultísimo así que aproximó su alma a la juvenalia que venía empujando fuerte con sus tratados de geografía, de historia y de todas las ciencias que los seres humanos han sembrado cuantas veces en barbecho.
Se pasaba horas conversando con nosotros, contándonos sus experiencias adquiridas en el lugar adecuado, sabidas por tanto de hecho, no de oídas, y nos mostró sus libros y también los de otros, tanto los que lo retrataban bien como los que de él decían pestes. Después de recorrer Europa, Roma era su ciudad que compartió con Rafael Alberti, hizo las Américas de Nueva York pero también de Lima y Bogotá, ejerciendo la medicina.
Era un gran médico. Era médico de los que yo llamo de pulso. Te tomaba las manos, comprimía un poquito tus muñecas y te miraba a los ojos con aquel rasgo azul que te turbaba. Al punto te decía si las cosas iban bien, mal o regular y te recomendaba medicina natural. Poca química, poco laboratorio? «esa gente que experimenta con el mundo pobre para cuidar al mundo rico». Medicina natural, a ser posible.
A ser posible, naturalmente, buen vino, nada de tabaco, mucho mar, mucho empujón de las olas en Portosín, mejor desnudo como los dioses marinos, y mucha conversación. Mucho intercambio de información que es, decía, lo más preciado que puede tener el ser humano para saber lo que dice, cuando lo dice y como lo dice. Y cada día un libro, unos versos, un cuadro, una danza, una escultura. Y un beso de vez en cuando para dejar prendida su amistad en tu mejilla.
Tenía un pisito en Madrid abarrotado de libros y de arte e iba cada día al Café Gijón a charlar con los pocos que resistían el tirón de los ángeles. Tenía también casa en Mutxamiel y en La Adrada y en todos aquellos recintos salían por las ventanas las pinturas, las literaturas, los versos y los tratados de gerontología. Cuidó de sus amigos pasándoles consulta cada otoño hasta que se le fueron yendo. Grandes actores, artistas y empresarios que poco a poco le señalaron el rumbo último.
Falleció hace unos días en Madrid y donó su cuerpo de 90 años a la ciencia para que estudie un cuerpo sano del que tal vez se extraigan conclusiones más certeras para mantener a raya a las enfermedades. Xena y yo hemos perdido un amigo muy importante. Supo extraer lo mejor de nuestras almas que comenzaban a quedarse dormidas. Permítanme que meta mi dolor en sus vidas pero lo hago para conocimiento general de aquellos a los que tanto quería.
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