:lvg: | 4/07/2010
Esta fotografía de la orquesta Veracruz de Noia se logró en 1958 en los tiempos de la cólera, que no del cólera, aunque sí había amor enredándose en los bancos de la alameda. Convivían con las gentes la humillación y la soberbia, la derrota y la victoria y a la Pescadería llegaban bailando doña Robaliza y don Panchoz, que igual alimentaban al vencedor que al vencido.
En aquellos días heridos a los que todavía se les estaba desprendiendo la costra de la cartilla de racionamiento, podía percibirse de amanecida el aroma fresquísimo del pan recién cocido en los destartalados hornos de la villa y los niños cantaban en la escuela la tabla del nueve con la misma diligencia con la que el abuelo Pepe anotaba en su libro diario el debe y el haber de cada día.
Fueron aquellos los tiempos en los que por primera vez nuestro pequeño mundo comenzó a darse por enterado de que la guerra había terminado y de que había que hacerse a la mar de la vida nueva que se adivinaba al doblar el cabo de Buena Esperanza de los años sesenta. Al principio casi sesteando y poco a poco acostumbrando el viento a la vela y el zapato boquiabierto al enlosado, todos a una fuimos saliendo del desmayo que nos produjo la pólvora y la sangre en suspensión, la nube tóxica que desde el Ebro, Brunete y Teruel, se descolgaba por los cortinajes de Guernika y de Asturias hasta las cunetas y los descampados yermos.
Camino de lo innombrable se fueron las Parcas, el ruido y la furia mitológicas y al trote recomenzó el caballo de la historia su periplo alrededor del sol y cuando logró el galope bajo una lluvia torrencial, todo el país se despertó de la pesadilla pálida que había azotado con su guadaña sanguinolenta los campos cultivados de miles de hojas de libros, flores, poemas y novelas, pinturas y danzas, pentagramas y colosales esculturas que habían sido sembradas en la primavera de 1931.
Silenciosa y discreta, la alegría fue ganando terreno y la majestad de la vida comenzó a filtrarse bajo los portalones, reventando de luz los ventanales y aventando el incienso nuevo desde los campanarios hasta los arrabales del último caserío. Volvieron los mirlos a la higuera y las avispas a rondar las parras. Boquearon otra vez los berberechos frente a Testal y el marasmo de la fiesta con sus barracas y sus orquestas tomaron posesión de sus trincheras abandonadas tiempo atrás a la desesperanza. Se afinaron los viejos instrumentos, resoplaron los acordeones y vibraron las baquetas sobre la piel limpia de las cajas y los platillos.
Llegó sin avisar el chachachá y la rumba y como una caricia se coló el bolero entre las bambalinas de aquel gran teatro que abría sus puertas a aquella humanidad doliente que emergía del desastre con la redención ganada a pulso.
Los músicos tuvieron mucho que ver en la resurrección y aquellos legendarios maestros del Titánic que se hundieron con él dando un concierto sobre su caótica cubierta, se aparecieron de nuevo en las verbenas, en las pistas de baile y en las romerías repartiendo corcheas de menta y fresa y bemoles de chocolate y naranja en los jardines donde se agitaban las faldas y los ánimos despertados por fin del sueño maldito de la guerra cruel.
Los músicos que rondaron los amores a la vez que se enamoraban, lograron que los seres humanos se abrazaran a su ritmo y sintieran la necesidad de besarse y atendieran a la llamada atávica de la supervivencia de la especie. Las bandas cambiaron los fusiles por los clarinetes y los cañones por las trompas y demostraron que tenían en su arte la llave de la puerta de la historia interminable por la que transitamos a pesar de los entorchados y las charreteras. Ya lo dijo Miguel Ríos. Los viejos roqueros nunca mueren.
En aquellos días heridos a los que todavía se les estaba desprendiendo la costra de la cartilla de racionamiento, podía percibirse de amanecida el aroma fresquísimo del pan recién cocido en los destartalados hornos de la villa y los niños cantaban en la escuela la tabla del nueve con la misma diligencia con la que el abuelo Pepe anotaba en su libro diario el debe y el haber de cada día.
Fueron aquellos los tiempos en los que por primera vez nuestro pequeño mundo comenzó a darse por enterado de que la guerra había terminado y de que había que hacerse a la mar de la vida nueva que se adivinaba al doblar el cabo de Buena Esperanza de los años sesenta. Al principio casi sesteando y poco a poco acostumbrando el viento a la vela y el zapato boquiabierto al enlosado, todos a una fuimos saliendo del desmayo que nos produjo la pólvora y la sangre en suspensión, la nube tóxica que desde el Ebro, Brunete y Teruel, se descolgaba por los cortinajes de Guernika y de Asturias hasta las cunetas y los descampados yermos.
Camino de lo innombrable se fueron las Parcas, el ruido y la furia mitológicas y al trote recomenzó el caballo de la historia su periplo alrededor del sol y cuando logró el galope bajo una lluvia torrencial, todo el país se despertó de la pesadilla pálida que había azotado con su guadaña sanguinolenta los campos cultivados de miles de hojas de libros, flores, poemas y novelas, pinturas y danzas, pentagramas y colosales esculturas que habían sido sembradas en la primavera de 1931.
Silenciosa y discreta, la alegría fue ganando terreno y la majestad de la vida comenzó a filtrarse bajo los portalones, reventando de luz los ventanales y aventando el incienso nuevo desde los campanarios hasta los arrabales del último caserío. Volvieron los mirlos a la higuera y las avispas a rondar las parras. Boquearon otra vez los berberechos frente a Testal y el marasmo de la fiesta con sus barracas y sus orquestas tomaron posesión de sus trincheras abandonadas tiempo atrás a la desesperanza. Se afinaron los viejos instrumentos, resoplaron los acordeones y vibraron las baquetas sobre la piel limpia de las cajas y los platillos.
Llegó sin avisar el chachachá y la rumba y como una caricia se coló el bolero entre las bambalinas de aquel gran teatro que abría sus puertas a aquella humanidad doliente que emergía del desastre con la redención ganada a pulso.
Los músicos tuvieron mucho que ver en la resurrección y aquellos legendarios maestros del Titánic que se hundieron con él dando un concierto sobre su caótica cubierta, se aparecieron de nuevo en las verbenas, en las pistas de baile y en las romerías repartiendo corcheas de menta y fresa y bemoles de chocolate y naranja en los jardines donde se agitaban las faldas y los ánimos despertados por fin del sueño maldito de la guerra cruel.
Los músicos que rondaron los amores a la vez que se enamoraban, lograron que los seres humanos se abrazaran a su ritmo y sintieran la necesidad de besarse y atendieran a la llamada atávica de la supervivencia de la especie. Las bandas cambiaron los fusiles por los clarinetes y los cañones por las trompas y demostraron que tenían en su arte la llave de la puerta de la historia interminable por la que transitamos a pesar de los entorchados y las charreteras. Ya lo dijo Miguel Ríos. Los viejos roqueros nunca mueren.
La Orquesta Veracruz aunque era de Noia, su último Director fue Marcelino do Campanario-Baroña, de ahí que me haga eco de este pequeño recuerdo por parte de Maxi Olariaga, tan vinculado también a Porto do Son y que fue pregonero en nuestras Fiestas de Carmen.
Una pequeña curiosidad, la foto es del año 1958 y por aquel entonces era raro la presencia femenina en las orquestas. Poco duraría el experimento, porque por lo general fue una orquesta eminentemente masculina.
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