19 junio 2011

Último tren, última estación


:logo-lvg: | Barbanza

Ahí le tienen. Muerto, desvencijado, artrítico, retorciéndose sobre las vías oxidadas por las que discurrió su vida. Tal vez un día llevó a la guerra a incautos soldados cantando viejas canciones de camaradas y trincheras. También acogería a viajantes de comercio, a prostitutas y a tahúres, a ingenieros a braceros y a vagabundos. A niños que corrían alegres por los pasillos jugando al escondite, ajenos a la vida que les esperaba abierta en canal al final del trayecto.

Viajó esta máquina resoplando bajo los cielos de las cuatro estaciones y transportó viajeros y mercancías de norte a sur y de este a oeste, arrastrando a una decena de vagones mientras los bronquios de acero y carbón de su alma alimentada por el fuego, fueron sanos, fuertes y brillantes como las lunas de Enero.

Mi abuelo Pepe me decía mientras liaba sus cigarrillos de picadura que yo no me moriría sin ver el tren circundar el Barbanza, desde Rianxo hasta monte Louro ida y vuelta. Se lo había asegurado un gran amigo que había sido ministro de la Guerra en los tiempos de la Dictadura de Primo de Rivera. En aquellos días mi abuelo le escribía pidiéndole un buen destino para los mozos que en Noia le recomendaban sus madres y el ministro le contestaba enseguida de puño y letra: «Pepe, no te preocupes por ese chico. Se queda aquí en el Ministerio tan pronto haga la instrucción». Y a ese tren se subía el nuevo soldado con su pobre petate al hombro, seguro de que no iría a defender los territorios españoles en África y de que, por ello, su vuelta a casa antes de emigrar definitivamente a la Argentina, estaba asegurada.

Ese tren bordeaba el Miño tal y como lo cantó Andrés Dobarro (otro viejo camarada ausente) y hendía la estepa de Castilla con su fumarola radiante como un rayo de plata herido por el sol de la amanecida. Brillaban a su paso las mieses castellanas y el aire que cortaba su proa levantaba un polvillo de oro que se derramaba sobre los vagones y la máquina como una lluvia de ángeles. Su estrépito en el silencio de la llanura, alertaba a las culebras y ahuyentaba a las liebres y a las perdices que huían despavoridas a su paso buscando un refugio improbable en un bosque inexistente. Atrás quedaba la vida y delante se venía otra vida tal vez más hermosa, quizás más miserable y final.

Agotada, entraba envuelta en vapor la máquina en la Estación del Norte bajo el anuncio de Heno de Pravia y allí se dejaba sobre el andén la mercancía y las gentes, las lágrimas y los besos, las alegrías y la pena grande de no mirar atrás. Todo aquel mundo poblador de su intestino de madera se lo engullía Madrid desde su boca negra hasta su negro vientre del que nunca jamás algunos habrían de salir.

Al caer la noche, una nueva carga de almas y paquetes emprendían, envueltas en el jadeo asmático del viejo tren, el retorno al norte, al noroeste donde le esperaba la mar y las meigas de antes de la guerra. De nuestra gloriosa y maldita guerra que aún permanece latente en los álbumes, en los armarios, en las ofensas y en la venganza.

Así fueron pasando los años y las lunas y se murió el ministro y después mi abuelo Pepe. Se desmayó el calendario de mis días y de Rianxo no parte ningún tren con parada en Ribeira. Un tren costanero y alegre que contemple desde Porto do Son, camino de Noia y Muros, su orgullosa última estación en Monte Louro. Me moriré sin verlo y en el más allá buscaré al abuelo Pepe para decirle que el ministro estaba mal, muy mal informado.

0 comentarios: